El Cerco

Las olas gigantescas golpeaban con toda su furia las rocas que protegen los andenes del puerto. El mar se tragaba la costa pedregosa de la isla. El viento rugía como un dios errante en búsqueda de sangre, mientras levantaba un espeso manto de salitre. Conocíamos el significado de aquellas advertencias, su reclamo demencial y absoluto. La tormenta dejaba conocer su designio para quien osara retar su dictamen en el océano. El puerto era una cueva oscura y salina. Unos faroles del pasado, como estrellas distantes e improbables, luchaban por alumbrarlo. Tendríamos que movernos a tierra. Otra vez… Otra angustiosa vez.

Al bajar de la embarcación, una lluvia salada congeló nuestros músculos y nuestros huesos. Nuestros movimientos eran torpes, dolorosos. Nos dirigimos al único refugio viable: una taberna marcada por las huellas de los años y el salitre. Las lámparas que colgaban de su techo se movían como en una barcaza en el medio del océano. El viento se filtraba entre las rendijas de las maderas que temblaban como si quisieran volar, mientras el suelo permanecía húmedo y frío. Los estallidos de las olas contra el puerto se escuchaban como si estuviéramos frente al mar.

Allí, unos hombres de rostros amargos y duros, se emborrachaban y aguardaban el paso de las horas. Sus ojos, de energía casi animal, nos siguieron felinos, serenos y concentrados, lentamente, mientras entrábamos a la taberna, hasta que se fueron fijando sólo en mi. Aquellas miradas eran como la de un cadáver que busca vengarse de su asesino. Como la del propio asesino en sus ritos preliminares ante la víctima.

Ordené un whiskey, intentando ocultar el terror que comenzaba a hacerse sentir en mis piernas y mi estómago. Los hombres apartaron de mí su mirada, pero siempre pensé que, de alguna manera, me continuaban observando, indiferentes a que yo los pudiera descubrir. Tras tomar un sorbo, me incliné levemente sobre la tabla maloliente y mugrosa que servía de mostrador, deseando que la noche pasara con rapidez.

Mientras bebía, entre el rumor de unas conversaciones que no podía descifrar, escuché un grito desafiante, como si lo hubiesen dirigido hacia mí: “¡Grindadráp!”. No atendí al grito deseando que nadie se metiera conmigo y seguí bebiendo.

¡Grindadráp! —escuché una y otra vez.

Era evidente que el grito iba dirigido a mí. Entre sentado y de pie, en una esquina en la que las sombras no me permitían distinguir sus rasgos, uno de los hombres hacía gestos para que me acercara. Aunque le hice señales de “no” con mis manos, el hombre insistía. A pesar del temor que me provocaba, pensé que si me acercaba evitaría irritar a los demás. Me dirigí hacia donde estaba el hombre, aun sin estar convencido de que fuera sensata mi decisión.

Mientras me acercaba fui descubriendo sus rasgos. Tenía bigote y barbas abultados. Una incipiente calvicie iniciaba su ruta hacia la mitad de su cabeza. Sus ojos — quizá por los efectos del alcohol — lucían más pequeños de lo que eran en realidad.

No había terminado de acercarme cuando luego de exhalar, como si se aliviara de alguna carga, me preguntó, sin darme tiempo a decir nada, que cuándo había llegado, que de dónde venía.

—Esta tarde —le contesté tragando un poco de mi saliva mezclada con el alcohol.
—¿Del Norte? —preguntó, mientras me miraba fijamente.
—Sí, del Norte… Hubiésemos seguido, pero con esta tormenta…

Me interrumpió con una mueca desdeñosa.

—Controlamos el mar— me dijo, mientras sus ojos permanecían atentos a mis movimientos.
—¿Quiénes? —le pregunté mientras intentaba descifrar el juego que pretendía armar.
—Nosotros… Nosotros decidiremos cuando —me contestó al tiempo que dirigió una mirada rápida al resto de los hombres en la taberna.
—¿Cuándo qué? —le pregunté, a pesar de mi confusión ante su respuesta, y de que sospechaba que no era conveniente hacerlo.
—Cuándo va a acabar —me contestó, sin ocultar aquél desprecio que yo no entendía. Recordé los animales que resbalan en una ciénaga babosa, sin poder avanzar, a merced de los predadores. Recordé los grandes peces en el centro de una red. Imaginé una red, esta vez hecha de palabras, de preguntas y respuestas incongruentes.

Volvió a gritar “¡Grindadráp!”, al tiempo que se agarraba los testículos. Un tufo de alcohol emanaba de su boca y sus sudores. Le pregunté de qué hablaba. El hombre se detuvo, me miró por un momento, y respondió en voz alta y agresiva.

—Esta es nuestra forma de vida. Si no lo hiciéramos, seríamos otra cosa. No queremos ser otra cosa. Controlamos el mar y la vida, esto es lo que nos hace ser lo que somos. Somos todo lo que puede ocurrir en estas islas, y esto es lo que queremos seguir siendo. No te necesitamos. No nos hace falta nadie.
—Cazadores de ballenas, ¿no es así? —pregunté, mientras apostaba a dejar de ser objeto de aquél juego que parecía alimentarse de mi miedo.

No me respondió. Mientras pasaban los segundos su rostro se hacía más duro, sus manos se abrían y cerraban como si quisiera hacer estallar sus muñecas. Su respiración se aceleraba como si quisiera descargar contra mí una violencia que había estado aguardando una vida entera por mi llegada, y que sólo esperaba alguna señal para manifestarse definitivamente.

—¿Cuándo van a cambiar el mar y estos vientos? —le pregunté intentando desviar su atención para poderme alejar.

Me miró nuevamente y dejó salir de su garganta un sonido parecido a una risa opaca, de burla y odio a un mismo tiempo.

—¡Nada va a cambiar! —gritó.

En ese momento hice un gesto de hastío y me moví para alejarme de su lado.

—¡Tú no te vas! —gritó de nuevo. Se levantó un poco de su silla. Hizo una señal en dirección a los otros hombres en la taberna.

Me miraron fijamente. En un segundo me rodearon, sin darme tiempo a ninguna reacción. Me enterraron un arpón en el estómago y comencé a aletear desesperado. Me fueron desmembrando. Mis brazos, mis piernas, todo lo iban arrancado, en una danza irregular de pisadas abruptas, y de tirones violentos contra mi cuerpo, sobre el suelo encharcado con mi sangre, que esta vez olía como la de los peces. Escuché la explosión de mi hígado mientras era devorado y pude ver mis vísceras colgantes de las manos de los hombres. Lascas de mi piel eran seccionadas para extraer la grasa amarillenta de mi cuerpo que depositaban en unos cubos. Podía escucharlo todo, el crujir de mis huesos, los chasquidos de sus bocas al devorar mis órganos y mis miembros, el sonido de mi piel mientras era destrozada en tiras, el estallido de las olas contra el puerto, el rugido insoportable del viento, mientras los hombres gritaban: “¡Grindadráp! ¡Grindadráp!”.

En ese momento comprendí que no podría despertar jamás; que aunque lo intentara, como lo había hecho antes, y otra vez antes de esa última, enfrentaría la misma tormenta, llegaría al mismo lugar, encontraría a aquellos hombres y a su líder, y sería destrozado en el mismo cerco. Que nunca podría escapar del odio y la violencia circular del cerco.


Eric Alvarez © 2009. Protegido bajo las leyes de propiedad intelectual. Su reproducción total o parcial sin la autorización del autor está estrictamente prohibida.

Comentarios

Cassiopeia ha dicho que…
Excelente narración.
Fluye tan visual, que de haber sido una película hubiera cerrado los ojos al segundo párrafo.
Problema: no es una película; y describes justo lo que nos está sucediendo en el mismo tiempo y geografía... me equivoco?
Nos están descuartizando el país y controlan el océano!
Saludos
Cassiopeia ha dicho que…
... pero no podemos cerrar los ojos!!!
zanuit ha dicho que…
Muy buena narrativa, develas una destreza filmográfica al leerte y tus letras abren miles de interpretaciones tan vastas o escasas según el lector. Un abrazo mi querido Eric.

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