Colmar

(Este texto fue publicado aquí hace poco más de un año. Hoy quiero, más bien, necesito volver a publicarlo. Tal vez como nota introductoria a lo que viene. Tal vez porque Stefano C. Steenbakkers, Carmen Paredes, y tantas otras víctimas del absurdo de la violencia que prevalece como enfermedad endémica de la sociedad puertorriqueña. Tal vez ante el control de los medios de información por la rancia oligarquía boricua. Tal vez ante las divas y prima donnas de la política, la academia, el arte y la cultura, de este cayo en el Caribe que insistimos en llamar "archipiélago". Tal vez por la trampa y el chantaje de la corrección política isleña, tan provinciana, tan estrecha en su visión de la realidad y el mundo. Tal vez porque anoche y esta mañana... Tal vez porque sí.)

No estoy supuesto a escribir estas líneas en este momento, en este instante de la noche, en estos minutos y estos segundos de mi vida, en este lugar, en fin, a esta hora en la que vivo, respiro, sufro, lucho y ambiciono, y trato de agarrarme de esa rama que se extiende sobre las aguas de este río enfurecido que me arrastra, o enterrar mis dedos entre las rocas filosas y ancestrales de esta pared, sin rutas trazadas ni previsibles, de esta montaña milenaria y hambrienta de sacrificios a las deidades de la inmovilidad imperecedera. A esta hora, y en este lugar, soy como el miliciano exhausto que se aleja de la batalla sosteniendo sucios restos de uniformes ajenos contra su cuerpo, para contener sus heridas sangrantes, y pedazos de sus órganos a punto de brotar y desgajarse, en un desesperado intento coagulante y de sobrevivencia improbable. El ser trasciende lo meramente físico, y se postula como grito del espíritu, contra el silencio impuesto, con sus heridas abiertas y sus órganos desmembrados. A esta hora en la que vivo, respiro, sufro, y subsisto, sobre mí se impone el apabullante ruido del silencio que producen el ostracismo y las censuras inevitables; ahoga mi voz, mi garganta y mis pensamientos, con sus cadenas, con su vocación de condena eterna e inquebrantable, para colmar con su sonoridad maldita todos los lugares, e impedir toda palabra que abra nuevas rutas, cambiantes, mortales. Es entonces cuando, sin saber cómo, ni de dónde, emanan estas letras insurgentes, prosaicas, blasfemas, disidentes, tránsfugas, minuciosas, opuestas a dogmas y sectarismos, que me acompañan como girasoles transgresores de pétalos marrones y rojizos, y núcleos seminales intensamente amarillos... Grito.

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1. La imagen en el texto es —obviamente— una copia de una de las piezas concebidas por Van Gogh dedicadas a los girasoles.

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