Puerto Rico: Aquél reportaje de 1962… de aquellos vientos, estas tempestades
El jueves 24 de mayo de 1962 el periódico San Juan Star publicó en su primera plana un reportaje de Alex W. Maldonado, sobre el manejo ilegal de los fondos públicos en la Legislatura, tanto por el Partido Popular Democrático (PPD), como por el Partido Estadista Republicano (PER).
En el reportaje se señala que la Legislatura del Estado Libre Asociado de Puerto Rico padecía de serias irregularidades que incluían actos de corrupción, nepotismo, el pago de salarios a personas que realmente no rendían labor legislativa, sino que se dedicaban al activismo político partidista, y de malas prácticas administrativas en general. Suena familiar, ¿no es cierto?
Aquellos vientos…
De acuerdo al reportaje, el informe del Contralor para el año fiscal 1961 al 1962 indica expresamente que Santiago Polanco Abreu, Ernesto Ramos Antonini, y Arcilio Alvarado, importantes y destacados líderes del Partido Popular Democrático durante aquellos años, incurrieron en el pago con fondos de la legislatura a empleados de sus oficinas privadas de abogados, y a funcionarios que laboraban para el partido a tiempo completo. En el caso de Arcilio Alvarado, se le señaló haber incurrido en la práctica del nepotismo, entre otras irregularidades señaladas a la Legislatura en general.
En el caso de la delegación del PER, presidida por Miguel Angel García Méndez, ésta mantenía una oficina de investigaciones a la cual estaban adscritos funcionarios que realmente llevaban a cabo labores partidistas, en lugar de funciones legislativas.
Tras leer el reportaje de marras, nos saltan a la mente varias observaciones y cuestionamientos. En primer lugar, es interesante el hecho de que el período que cubre el informe es el año fiscal de 1961 a 1962, es decir, apenas nueve años después de la fundación del Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
En segundo lugar, llama la atención el hecho de que ésta fuera la época en la que Luis Muñoz Marín no sólo era gobernador sino, en su condición de caudillo populista, el máximo líder político del Partido Popular Democrático y de la Isla.
Llama la atención, en tercer lugar, el que los involucrados en los actos de corrupción formaban parte del grupo de amigos y colaboradores íntimos de Muñoz. Es decir, aquellos con el nivel de acceso al “Vate” —como le llamaban a Muñoz en una manifestación que fluía entre la admiración y el mito— que les permitía sostener aquellas famosas y espirituosas conversaciones en el bohío, en las que se dirimían, entre otras cosas, el futuro de Puerto Rico.
¿Debemos aplicarle al indiscutible prócer, Luis Muñoz Marín, aquella expresión utilizada para referirse al conocimiento que pudiera tener un gobernante sobre la conducta de los funcionarios de su administración: “si era el gobernador, tenía que saber, y si no sabía, era un incompetente”? ¿El fenómeno de la corrupción era imputable a unos pocos funcionarios o era una actividad generalizada en todo el gobierno?
¿Estamos ante un mal endémico de la sociedad puertorriqueña y su cultura política, una suerte de maldición que persigue la “administración de la cosa pública” desde los años del colonialismo español, o es esta la consecuencia de una irremediable indolencia colectiva de la sociedad puertorriqueña? ¿O simplemente, “todas las anteriores”?
Estas interrogantes, a su vez, plantean una conexión inevitable con la crisis total que padece Puerto Rico en el presente, debido al efecto profundamente negativo que tiene sobre los proyectos de desarrollo social y económico, el desvío de los recursos del Estado para beneficiar los intereses particulares de unos pocos.
Estas tempestades…
Zavalita, personaje a quien le dio vida Mario Vargas Llosa, se preguntaba cuándo era que se había jodido el Perú. Si nos hiciéramos la misma pregunta sobre Puerto Rico, sin dejarnos enredar por partidismos estrechos, politiquerías, tribalismos, o elucubraciones teóricas, tal vez deberíamos comenzar por remontarnos, por lo menos, a los hechos reportados por el Star en 1962 para plantearnos, o siquiera atisbar, una posible respuesta.
Aquellos vientos trajeron estas tempestades. Los estilos de administración de aquél año fiscal 1961-1962 se fueron agravando gracias, en buena medida, a un aparato gubernamental cada vez más paquidérmico, lo que promovió no sólo el patronazgo político —que consiste en premiar la militancia partidista, sobre todo en los períodos eleccionarios, con posiciones en el gobierno—, sino la compra-venta de influencias, fenómenos que cobraron auge a partir de la década del ’70.
La administración pública se caracterizó cada vez más por la burocracia, la incompetencia, el uso de las posiciones en el gobierno para el lucro personal, así como por la falta de una fiscalización adecuada sobre la utilización de los recursos fiscales locales y de los fondos federales asignados a la Isla.
Los cientos de millones de fondos federales que Puerto Rico ha recibido por diversas vías, particularmente en los últimos 40 años, pudieron —y debieron— haberse utilizado no sólo para desarrollar una sociedad productiva, capaz de atender de manera eficiente sus necesidades básicas en educación, salud y vivienda; sino para posicionar a la Isla para enfrentar los retos económicos que ya estaban planteados en la década del ’80, desde una perspectiva regional y global.
Los recursos han estado disponibles. Sin embargo, han faltado rigor, imaginación, competencia, eficiencia, y voluntad, tanto en lo que respecta al rediseño del modelo económico, como en cuanto a las medidas políticas necesarias en lo que respecta a la relación jurídica de la Isla con los Estados Unidos.
Para que se tenga una idea, nada más en el período del año 2000 al 2008, fueron asignados 138,375,855,805 billones de dólares al gobierno, incluyendo algunas partidas para entidades privadas. (1) ¿Cómo es posible que con una inyección de fondos federales de esa magnitud no se hayan desarrollado proyectos dirigidos a mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, y rediseñar el modelo económico de la Isla, en lugar de alcanzar un aumento sin precedente del déficit gubernamental? Simplemente, a las generaciones que habremos de vivir los próximos años del siglo 21, se nos ha dejado en las manos un desastre económico, social y político de marca mayor.
Es preocupante el hecho de que, ante los graves problemas de la Isla, la “escena” política, y el debate público, se caractericen por la demagogia, la falta de rigor, y las luchas dentro de los partidos políticos con miras a las elecciones del 2012. En ese sentido, nada ha cambiado desde 1962 hasta el presente.
Por otro lado, evidentemente es mucho más cómodo imputar culpas que asumir responsabilidades. Es mucho más cómodo lanzar al vuelo ideas sin fundamentos en la realidad, en lugar de definir propuestas concretas dirigidas a transformar una economía que ha estado modelada en los últimos treinta años en el estatismo populista, el patronazgo político, y la venta de influencias.
Es mucho más cómodo pretender que se mantenga ese modelo, pasándole la cuenta a los incentivos contributivos del gobierno federal, y a las asignaciones al gobierno de la Isla del presupuesto de los Estados Unidos, o mediante la asignación, federal por supuesto, de un “fondo de transición a la Independencia por un período de 20 años”.
Lo que nos lleva nuevamente a la pregunta que Zavalita hizo famosa. A la pregunta se podría responder como siempre: “la culpa es de los americanos ”. Sin embargo, que sepamos, ni Muñoz Marín, ni Ernesto Ramos Antonini, ni Santiago Polanco Abreu, ni Miguel Angel García Méndez, eran yanquis. Tampoco lo eran los administradores de los gobiernos de Puerto Rico a partir de los años ’60, y particularmente a partir de los años ’70. Menos aún lo eran los encargados de administrar los recursos millonarios que recibió la Isla en la década perdida que comenzó en el año 2000.
Ello nos lleva a una sola respuesta posible. La responsabilidad es nuestra. De todos nosotros. Es hora de asumir responsabilidad como sociedad por los males y la profunda crisis en la que nos han sumido la mentalidad de “guachafita” criolla en la prestación de servicios a la ciudadanía, tanto por parte del gobierno, como de muchas entidades privadas; la ineficiencia e ineptitud predominante en el aparato gubernamental; la laxitud en la administración y fiscalización de la utilización de los fondos públicos y las asignaciones federales a Puerto Rico; y la defensa irracional de sus intereses particulares por parte de cada formación política, por las burocracias sindicales, por cada claque y cada élite, y particularmente, por parte de nuestra encantadora oligarquía inmovilista.
Admito mi impresión, lastimosamente verificable, de que el cinismo y la indiferencia han penetrado profundamente la conciencia colectiva de los puertorriqueños, así como, particular y paradójicamente, en la de quienes se ajustan el frac cuando llaman a escena a los intelectuales y a los presuntos líderes de la sociedad. Son éstos los encargados del diseño de sinuosas excusas, tal y como ocurría en aquellas largas conversaciones en el bohío, en las que eran parte fundamental del temario las estrategias del posibilismo político, y el ocultamiento de los pecados del propio partido.
Hoy esas conversaciones forman parte de los mitos y leyendas de la cultura e historia política de Puerto Rico. Las consecuencias de las decisiones que en ellas se tomaron, así como sus efectos en las concepciones sobre las maneras de gobernar, aún nos persiguen. Se repiten una y otra vez, a través de los años y de los siglos, como si fueran la penitencia impuesta al espíritu atormentado de aquél prócer, de quien permanece instalada una pintura en la pared de los gobernadores que habitaron el adusto palacio de Santa Catalina.
Aquellos vientos trajeron estas tempestades. Los estilos de administración de aquél año fiscal 1961-1962 se fueron agravando gracias, en buena medida, a un aparato gubernamental cada vez más paquidérmico, lo que promovió no sólo el patronazgo político —que consiste en premiar la militancia partidista, sobre todo en los períodos eleccionarios, con posiciones en el gobierno—, sino la compra-venta de influencias, fenómenos que cobraron auge a partir de la década del ’70.
La administración pública se caracterizó cada vez más por la burocracia, la incompetencia, el uso de las posiciones en el gobierno para el lucro personal, así como por la falta de una fiscalización adecuada sobre la utilización de los recursos fiscales locales y de los fondos federales asignados a la Isla.
Los cientos de millones de fondos federales que Puerto Rico ha recibido por diversas vías, particularmente en los últimos 40 años, pudieron —y debieron— haberse utilizado no sólo para desarrollar una sociedad productiva, capaz de atender de manera eficiente sus necesidades básicas en educación, salud y vivienda; sino para posicionar a la Isla para enfrentar los retos económicos que ya estaban planteados en la década del ’80, desde una perspectiva regional y global.
Los recursos han estado disponibles. Sin embargo, han faltado rigor, imaginación, competencia, eficiencia, y voluntad, tanto en lo que respecta al rediseño del modelo económico, como en cuanto a las medidas políticas necesarias en lo que respecta a la relación jurídica de la Isla con los Estados Unidos.
Para que se tenga una idea, nada más en el período del año 2000 al 2008, fueron asignados 138,375,855,805 billones de dólares al gobierno, incluyendo algunas partidas para entidades privadas. (1) ¿Cómo es posible que con una inyección de fondos federales de esa magnitud no se hayan desarrollado proyectos dirigidos a mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, y rediseñar el modelo económico de la Isla, en lugar de alcanzar un aumento sin precedente del déficit gubernamental? Simplemente, a las generaciones que habremos de vivir los próximos años del siglo 21, se nos ha dejado en las manos un desastre económico, social y político de marca mayor.
Es preocupante el hecho de que, ante los graves problemas de la Isla, la “escena” política, y el debate público, se caractericen por la demagogia, la falta de rigor, y las luchas dentro de los partidos políticos con miras a las elecciones del 2012. En ese sentido, nada ha cambiado desde 1962 hasta el presente.
Por otro lado, evidentemente es mucho más cómodo imputar culpas que asumir responsabilidades. Es mucho más cómodo lanzar al vuelo ideas sin fundamentos en la realidad, en lugar de definir propuestas concretas dirigidas a transformar una economía que ha estado modelada en los últimos treinta años en el estatismo populista, el patronazgo político, y la venta de influencias.
Es mucho más cómodo pretender que se mantenga ese modelo, pasándole la cuenta a los incentivos contributivos del gobierno federal, y a las asignaciones al gobierno de la Isla del presupuesto de los Estados Unidos, o mediante la asignación, federal por supuesto, de un “fondo de transición a la Independencia por un período de 20 años”.
Lo que nos lleva nuevamente a la pregunta que Zavalita hizo famosa. A la pregunta se podría responder como siempre: “la culpa es de los americanos ”. Sin embargo, que sepamos, ni Muñoz Marín, ni Ernesto Ramos Antonini, ni Santiago Polanco Abreu, ni Miguel Angel García Méndez, eran yanquis. Tampoco lo eran los administradores de los gobiernos de Puerto Rico a partir de los años ’60, y particularmente a partir de los años ’70. Menos aún lo eran los encargados de administrar los recursos millonarios que recibió la Isla en la década perdida que comenzó en el año 2000.
Ello nos lleva a una sola respuesta posible. La responsabilidad es nuestra. De todos nosotros. Es hora de asumir responsabilidad como sociedad por los males y la profunda crisis en la que nos han sumido la mentalidad de “guachafita” criolla en la prestación de servicios a la ciudadanía, tanto por parte del gobierno, como de muchas entidades privadas; la ineficiencia e ineptitud predominante en el aparato gubernamental; la laxitud en la administración y fiscalización de la utilización de los fondos públicos y las asignaciones federales a Puerto Rico; y la defensa irracional de sus intereses particulares por parte de cada formación política, por las burocracias sindicales, por cada claque y cada élite, y particularmente, por parte de nuestra encantadora oligarquía inmovilista.
Admito mi impresión, lastimosamente verificable, de que el cinismo y la indiferencia han penetrado profundamente la conciencia colectiva de los puertorriqueños, así como, particular y paradójicamente, en la de quienes se ajustan el frac cuando llaman a escena a los intelectuales y a los presuntos líderes de la sociedad. Son éstos los encargados del diseño de sinuosas excusas, tal y como ocurría en aquellas largas conversaciones en el bohío, en las que eran parte fundamental del temario las estrategias del posibilismo político, y el ocultamiento de los pecados del propio partido.
Hoy esas conversaciones forman parte de los mitos y leyendas de la cultura e historia política de Puerto Rico. Las consecuencias de las decisiones que en ellas se tomaron, así como sus efectos en las concepciones sobre las maneras de gobernar, aún nos persiguen. Se repiten una y otra vez, a través de los años y de los siglos, como si fueran la penitencia impuesta al espíritu atormentado de aquél prócer, de quien permanece instalada una pintura en la pared de los gobernadores que habitaron el adusto palacio de Santa Catalina.
Notas:
1. Datos obtenidos de la página FedSpending.Org