Un Hombre de Chaqueta, Cigarrillo, Sombrero y Bastón


Cuando jugaba a insultarse con una persona cuyo nombre no puedo mencionar, y recordaban juntos aquél diálogo de Esperando a Godot, ésta última, la innombrable, le daba el jaque mate recordando el cierre del pasaje: ¡Critique!


Yo le conocí, o más bién le ví, por primera vez, en la calle San Sebastián del viejo San Juan, frente a Los Hijos de Borinquen, en aquella época no la barrita tipo pub y con temperatura acondicionada de hoy (léase "con aire"), sino una barra de barrio, como Dios manda, con baños sucios y graffiteados con todo tipo de palabras soeces y rastros de conductas delictivas, y con un olor eterno a humo de cigarrillos y alcohol. Su físico insignificante de hombre flaco y ya maduro, muy maduro —al menos así me lucía tal vez por mi edad de entonces— realmente me decía muy poco. ¿Pasarías ya de los cuarenta?

Pero no era el físico ni la edad lo que debía decir algo sobre este hombre de cigarrillo en mano, sombrero y bastón; sino la actitud enigmática y arrogante que transpiraba, aun a través de la chaqueta azul marino que tenía en el lado del corazón el símbolo, luego me habría de enterar, de la Universidad de Harvard. Alguna vez, aquél diminuto espécimen de la arrogancia, de mirada insolente, se colaría en el medio de mis sueños más húmedos, convirtiéndolos en pesadillas y erotismos fracasados.

Con los años supe, gracias a la innombrable, que Harvard; que las misiones diplomáticas; que la relación entrañable con Jaime Benítez, por aquellos años Rector de la Universidad de Puerto Rico, cuando para ese cargo importaban los méritos académicos; su amistad con Jorge Romero Brest, con el Boquio (el poeta Carlos Alberty) y otros artistas e intelectuales. Supe por ella de sus fotos impublicables y sus diarios; de su capacidad para flotar entre los balcones y los marcos exteriores de las ventanas de la planta alta de los edificios en la calle San Francisco, intoxicado de alcohol.

Como suele suceder, con los relatos de la infrahistoria —esa narrativa desde la perspectiva de la relación personal y, de cierta manera, íntima—, se reafiman odios o se descubren simpatías. En mi caso fue lo segundo.

Digo esto porque me fue dado conocer los artículos de prensa en los que mi diminuto personaje colocaba en perspectiva la obra de artistas y pseudoartistas. Pude conocer las instancias diversas en las que sobre un arte patriotero y folclorista, privilegió el arte hecho de buena gana y con técnicas excelentes, indistintamente de etnias y compromisos nativistas. No soy ingenuo. Sé que sus estilos como intelectual no eran precisamente amables, sino más bien descarnados y ardientes.

Con su honestidad, revestida de una amplia formación cultural que fomentaba en él su altanería, vinieron también los odios, los rechazos, las emboscadas. Como producto de esta combinación letal, rodaría abajo por unas escaleras después de recibir una paliza, cuyos responsables se conocen pero, como ha sucedido con otros casos en esta Isla, no se pueden mencionar. Es, digamos, una especie de protección de la seguridad personal y de temor al ostracismo lo que lleva a mantener las bocas cerradas.

Con el tiempo, las presiones de fuentes desconocidas produjeron su salida del periódico para el que trabajaba y con ello la imposición del silencio. Más tarde, la auto-censura y, tal vez, la depresión.

Pienso que de esos hechos, 
de su rigor, de su rechazo a la incompetencia, así como del hecho de haber sido silenciado por no plegarse a unas maneras, y unas visiones, que ya para los años ochenta se habían intronizado en el mundo artístico de Puerto Rico, emana mi simpatía por su persona y su obra. Y ante todo, por lo que su ejemplo denuncia acerca de la reacción violenta de quienes son delatados en su mediocridad, y del uso de las influencias y el poder para acallar voces que plantean una ruptura con el cómodo imaginario que domina no por virtuoso, sino por ser la voz de los factores sociales que controlan las instituciones presuntamente intelectuales y culturales de la circunscripción isleña.

Esa realidad subsiste en el presente como manifestación de aquellas fuerzas que pretenden acallar al disidente, al opositor, al contra-corriente, al honesto y al crítico. Es decir, a todo aquél que esté fuera de la familia o del partido y asome rasgos impropios.

Esta crónica pudo haber sido acerca de mis recuerdos sobre mi fuente innombrable, sobrepuestos a los que tengo de mi personaje. Pero hoy, 30 de abril de 2009, se cumplen dos años de la muerte de Ernesto Ruíz de la Mata. Crítico, artista, periodista, diplomático.

Un hombre de chaqueta, cigarrillos, sombrero y bastón, que ví alguna vez en la calle San Sebatián.




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